Joan-Ramon Laporte es una de las figuras más importantes de la farmacología en Europa. En 2016, la revista Pharmacoepidemiology and Drug Safety le solicitó un artículo de opinión porque se cumplían 50 años del evento que se considera el inicio de la farmacovigilancia en el mundo: el desastre de la talidomida y las acciones posteriores de los gobiernos.
En este artículo, en una de las mejores revistas del mundo del ámbito, Laporte esboza las hipótesis que, de forma divulgativa, expone en su libro “Crónica de una sociedad intoxicada”. A saber: el uso intensivo y extensivo de los medicamentos (más dosis de la necesaria, más tiempo del necesario, más indicaciones de las demostradas sólidamente) causa una daño directo (eventos adversos) e indirecto (accidentes de tráfico, caídas, ..) de tal magnitud que los fármacos se han convertido en una de las principales causas de muerte, enfermedad y discapacidad en el mundo. Esta desoladora conclusión supone un gigantesco fracaso social, que debe ser especialmente difícil de reconocer para un académico y científico que ha dedicado su vida a estudiar, investigar, enseñar e impulsar la farmacología y la farmacovigilancia.
En todo caso, Laporte plantea el texto como una hipótesis de trabajo. Partiendo de datos científicos, el autor pretende, sobre todo, generar reflexión para la acción:
“El consumo inadecuado y excesivo de fármacos es un problema de dimensiones globales, que requiere una acción científica, ética, médica, política y legislativa en el ámbito local y nacional y en el internacional. Salud, atención sanitaria y medicamentos son bienes colectivos. Que por lo tanto deben ser objeto de debate público. Este libro pretende aportar elementos de reflexión desde la óptica de un farmacólogo clínico. Seguro que pueden ser muy enriquecidos por las aportaciones de otros farmacólogos, otros profesionales sanitarios, pacientes, epidemiólogos, historiadores y filósofos de la ciencia, psicólogos, juristas, activistas, sociólogos, economistas, y quizá algún político”
Es decir, su punto de partida es la perplejidad, primera acción intelectual de todo buen científico y Laporte es, sobre todo, un científico que sigue manteniendo su capacidad para “perplejarse” y defendiendo que la misión más importante de la ciencia no es conocer por conocer sino conocer para actuar y mejorar la sociedad. Eso pretende su libro.
En los 10 primeros capítulos Laporte explica qué son, cómo se han descubierto, cómo actúan y cómo se investigan los medicamentos que consumimos. Incide en el concepto de “bala mágica”, un término creado por Paul Ehrlich, médico investigador alemán que descubrió la toxina antidiftérica y el primer medicamento útil para la sífilis a principios del siglo XX y que estaba convencido de que toda enfermedad acabaría teniendo una terapia química específica, que curaría las enfermedades abordando su etiología básica, sin afectar al resto del organismo. Este mito ha inspirado la investigación farmacológica desde entonces:
“Una bala mágica es perfecta para curar una enfermedad y no tiene efectos adversos. Actúa de manera selectiva sobre un receptor bioquímico, repara su función, y así alivia los síntomas de la enfermedad, incluso puede curarla. Lamentablemente, solo los antibióticos, las vitaminas y la insulina y otras hormonas se acercan al concepto de bala mágica, pero son más bien excepciones, excepciones e imperfectas”
El problema es que este mito -escasísimo, como son los mitos- se sigue invocado como un poderoso eslogan publicitario, un totem de tecnología ficción con enorme capacidad para generar sobrevaloración social y, lo que es peor, clínica, es decir, de los profesionales responsables de su utilización:
“En nuestra sociedad el modelo de la bala mágica es invocado a menudo, de manera implícita o explícita, para describir la supuesta o esperada efectividad de los fármacos, vacunas y otras intervenciones médicas. Expresiones como «nuevas dianas terapéuticas», «selectividad de acción», «efecto a nivel molecular» y otras son convertidas en eslóganes de los materiales de promoción comercial. Es una retórica convincente. Muy a menudo en medicina la ignorancia aparece disfrazada de lenguaje mágico y arcano, la pátina que la cultura médica necesita para decidir que se encuentra ante una verdadera innovación“
Esta fantasía simplificadora de la existencia de una supuesta farmacología de precisión contrasta con la realidad que Laporte denomina “terapéutica en perdigonada”:
“En sentido estricto, no hay ningún medicamento que sea una bala mágica. Hay algunas intervenciones que se le acercan, pero no muchas. Con mayor o menor intensidad, los fármacos se unen a numerosos receptores, aparte del que es presentado como único y específico. Cada uno de estos receptores forma parte de una vía bioquímica o fisiológica, en la que intervienen muchos otros receptores. Además, cada receptor contribuye al funcionamiento de varias vías. El resultado es que cada fármaco produce una amplia variedad de efectos fisiológicos, los cuales además tienen un efecto en cascada sobre otras vías. La condición de la especificidad, por lo tanto, no puede ser satisfecha”
La inmensa mayoría de los medicamentos más consumidos en la actualidad están lejos de ser balas mágicas aunque siempre son vendido como tales y, lo que es peor, con demasiada frecuencia, insistimos, utilizados como si lo fueran. Laporte cita un artículo científico que demostró, por ejemplo, propiedades antibióticas de fármacos no antibióticos que van desde el omeprazol a algunos antiinflamatorios.
Por otra parte, los medicamentos se utilizan como si las enfermedades fueran monocausales. Otra simplificación que igual que la especificidad de la bala mágica está muy lejos de la realidad: la complejidad biológica, especialmente en las enfermedades crónicas, siempre implica una insuficiencia básica de la terapéutica farmacológica lo que inevitablemente se traduce en una enorme incertidumbre sobre la eficacia de la intervención.
Estos mitos fundadores de la farmacología son tremendamente importantes para Laporte:
“El modelo del fármaco bala mágica que llega adonde tiene que llegar y allí practica una reparación precisa es una idealización. No obstante, esta metáfora ha guiado gran parte de la investigación farmacológica en los últimos 100 años, y es utilizada de manera abusiva para la promoción cultural y comercial de los medicamentos, porque tiene muchos atractivos. Aunque es simplificadora, parece sencilla. Es fácil de explicar con mensajes cortos y anuncios publicitarios. Es un potente incentivo financiero, porque las balas mágicas se pueden producir a gran escala y son fáciles de distribuir y de vender, si se las compara con las intervenciones de carácter social y económico o con las modificaciones de hábitos vitales, que no son patentables, ni fáciles de producir, distribuir y vender”
Pero, en este fenómeno social que es el medicamento, la incertidumbre no solo es biológica. Lamentablemente hay que añadirle la incertidumbre que implica la falta de fiabilidad de los estudios científicos que avalan su utilización. Hace cuatro décadas, como parte de la revolución neoliberal que lideraron Thacher y Reagan, se decidió políticamente que la investigación, especialmente la clínica, fuera financiada por compañías privadas. Permitir que la empresa que va a beneficiarse de la venta de un producto sea la que financie la investigación de ese producto para justificar su uso no parece una idea muy inteligente. Laporte explica de forma muy amena el poder del placebo y cómo las compañías lo utilizan hábilmente -junto con la manipulación de la metodología científica utilizada para justificar la eficacia de los medicamentos, el ensayo clínico- para obtener casi siempre los resultados deseados.
Este grave proceso de traición sistemática al espíritu de la ciencia se ve reforzado por la captura que las empresas farmacéuticas han hecho de toda la cadena del conocimiento, no solo de su producción sino también de su publicación, divulgación, síntesis, enseñanza y aplicación en el momento de la prescripción.
El libro, a pesar de estos aspectos que pueden parecer muy técnicos, es muy ameno porque el autor elige medicamentos comunes para ilustrar tanto los procesos de investigación como las consecuencias de su sobrepotenciada, a través de las complejas estrategias de marketing de la industria, utilización posterior.
A las consecuencias de esa utilización intensiva de los medicamentos dedica Laporte los capítulos centrales del libro, quizá los que han despertado más interés y polémica y los que, precisamente, ilustran su título:
“En 2022 en España se hicieron 1.100 millones de recetas a cargo del sistema sanitario público (23 recetas por habitante). A esta cifra hay que añadir unos 270 millones de envases dispensados en las farmacias y no financiados por el sistema público. Son mayoritariamente medicamentos que no necesitan receta, de manera que podemos decir que, por término medio, cada ciudadano consumió unas 29 cajas o envases de medicamentos al año, sin contar las recetas hechas en los hospitales. El grupo de medicamentos de mayor consumo es el de los analgésicos (131 millones de envases), seguido de los medicamentos para la hipertensión arterial (102 millones), los fármacos para el colesterol (82 millones), los ansiolíticos y los hipnóticos (77 millones), el omeprazol y similares (74 millones) y los antidepresivos (53 millones). De cada 10 ciudadanos, tres toman algún psicofármaco, tres toman un omeprazol, y dos un medicamento para el colesterol”
Los datos son abrumadores por su dimensión, especialmente entre las personas mayores. En relación con los psicofármacos, por ejemplo:
“De cada dos personas mayores de 70 años, una (generalmente una mujer) recibe algún psicofármaco cada año. En esta franja de edad, una de cada cuatro personas toma un fármaco para la depresión, también una de cada cuatro toma un medicamento para dormir, y una de cada diez toma un neuroléptico. Muchas consumen dos o tres psicofármacos de manera simultánea”
Es discutible la eficacia de la mayoría de los psicofármacos pero es obvio su exceso (por lógica parece imposible poder afirmar que la mitad de las personas ancianas necesiten medicamentos para alteraciones mentales) y su riesgo:
“Los psicofármacos causan problemas de atención y de memoria y dificultad para tomar decisiones, y esto se debe a que con su consumo continuado se les han acumulado concentraciones altas de estos fármacos en el sistema nervioso. Muchas personas en estas situaciones mejoran de manera espectacular si se les retira gradualmente esta medicación”
“Muchos médicos“, afirma el autor, “lo consideran una especie de dopaje mental: creen ayudar a las personas mayores y solas con estos medicamentos, pero en realidad las intoxican“
Actualmente casi un 10% de la población en España consume cinco medicamentos o más de manera concomitante y continuada. Entre las personas mayores de 70 años, la mitad toma cinco medicamentos o más. Si consideramos a los mayores de 65 años, de cada 100 personas hay 30 que toman seis medicamentos o más de manera concomitante (con amplia variabilidad entre comunidades autónomas, desde 15 en el País Vasco hasta 40 en Murcia).
La polimedicación es un riesgo por si misma:
“cuando se toman varios fármacos a la vez se pueden producir interacciones entre ellos, es decir, que un fármaco puede modificar el efecto de otro: aumentándolo, con posible toxicidad, o disminuyéndolo, con pérdida de su efectividad. El problema es que las interacciones entre fármacos se estudian por pares: se evalúa, generalmente en voluntarios sanos y jóvenes, si el fármaco A modifica los efectos del fármaco B, y viceversa. Muy raramente se evalúan las interacciones entre tres fármacos. No hay estudios en los que se hayan evaluado las interacciones entre cuatro medicamentos tomados de manera concomitante. Una persona que tome más de cuatro fármacos tiene muchas más probabilidades de sufrir alguno de sus efectos adversos que la suma de probabilidades propia de cada fármaco por separado”
Gran número de esos medicamentos son prescritos de forma inadecuada o porque no han demostrado eficacia (mucolíticos, antiespasmódicos, medicamentos para la demencia o la artrosis, y también fármacos para las varices venosas, vasodilatadores cerebrales..), o porque no están indicados (por ejemplo, “en Cataluña cada año se prescriben estatinas casi a un millón de personas, pero solo pueden obtener un efecto beneficioso como máximo unas 150.000, según los resultados de los ensayos clínicos. Las otras 850.000 se exponen a tener problemas musculares, diabetes o hepatitis, entre otras complicaciones, sin sacar provecho alguno”) o porque se dejan puestos más tiempo del necesario (a veces de forma indefinida sin ningún sentido)
Las consecuencias son graves. Por ejemplo, Laporte infiere de estudios epidemiológicos, que en España, “podría haber entre medio millón y ochocientos mil ingresos hospitalarios causados por efectos adversos de medicamentos” cada año, entre un 13-16% de todos los ingresos.
El balance es terrorífico:
“En Cataluña cada año los efectos adversos de los medicamentos causan como mínimo 100.000 ingresos hospitalarios, unos miles de muertes dentro y fuera de los hospitales, 3.000 hemorragias graves, más de 2.400 fracturas de cuello de fémur, unos centenares de neumonías, unas decenas o centenares de cánceres, unos centenares de casos de fibrilación auricular, centenares de casos de diabetes, miles de personas con disfunción sexual, miles con dolores musculares, un número indeterminado de episodios de violencia y agresión, de infarto de miocardio, de falsos diagnósticos de demencia, de suicidios…”
Si se multiplican estos números por seis o por siete se podrán tener cifras aproximadas para el conjunto del Estado. Afirma:
“Si hace 50 años el principal reto de los sistemas sanitarios era garantizar el acceso universal a la atención, ahora, en los países ricos, su principal reto terapéutico es retirar la medicación innecesaria a la gente”
El problema del mal uso de los medicamentos va a ir a más no a menos:
“Los patrones de consumo desmienten que la medicina que se practica esté basada en las mejores pruebas: domina la prescripción de medicamentos inútiles y de medicamentos con efectos cosméticos sobre pruebas de laboratorio. La polimedicación injustificada crece, espoleada por las recomendaciones, guías de práctica clínica y protocolos inspirados en una medicina basada en pruebas inspiradas (a su vez) por la industria, que nos supone a todos iguales y uniformes”
El profesor Laporte llega a recomendar una serie de preguntas de salvaguarda que todo paciente debería hacer a su médica ante cualquier prescripción:
” ¿Cuál es el objetivo del tratamiento? (Quizá lo que es un objetivo importante para el médico no lo sea para usted). ¿Ha comprobado que la dosis que me receta es la adecuada para mí? ¿Sería más prudente comenzar con una dosis más baja e ir viendo cómo va? (Algunos médicos tienden a recetar la misma dosis a una persona de 45 kg que a una de 85. Pregunte si la dosis es adecuada para su peso). ¿El medicamento que me receta es compatible con los que ya estoy tomando? ¿No puede ser que uno anule el efecto de otro? ¿O que por el contrario lo potencie excesivamente? ¿Hasta cuándo está previsto que dure el tratamiento? Y si no me lo puede decir, ¿dentro de cuánto tiempo nos veremos para evaluar cómo ha ido y para decidir si continúo con este fármaco?”
La sobreutilización de fármacos no solo es un problema de salud pública también de sostenibilidad del sistema:
“Según datos del Ministerio de Sanidad, en 2021 el gasto sanitario público total fue de 87.941 millones de euros. El gasto en medicamentos fue de 20.939 millones (12.809 en recetas dispensadas en farmacias y 8.408 en medicamentos de dispensación hospitalaria). Es decir, que en España la factura farmacéutica del sistema sanitario público fue de un 25,7% del gasto sanitario total”
Este peso de los medicamentos en el gasto público sanitario es más del doble del que dedican países como Dinamarca, Suecia o Países Bajos (entre 10.-11%) que no están precísamente peor que nosotros de salud.
Un problema complejo, por tanto, que requiere soluciones complejas. A describir los elementos claves y potenciales soluciones dedica Laporte el último capítulo:
- demasiada oferta
- inteligencia del sistema en manos de la industria
- mala gestión
- sobrevaloración de los pacientes
- malas condiciones de trabajo de los profesionales
- conflictos de interés
- falta de una política del medicamento
Laporte lo tiene claro:
“Un uso más prudente (menos fármacos, dosis de algunos más bajas) y más ajustado a las necesidades individuales de cada paciente y al contexto social también contribuiría a evitar la enfermedad y la muerte causadas por medicamentos, así como el coste que esto supone para nuestro sistema sanitario, que es el principal responsable de promover un uso saludable de los medicamentos. Si los sistemas sanitarios seleccionaran los fármacos que necesitan y evitaran los inútiles y los superfluos, también se evitarían muchos EAM (efectos adversos de medicamentos) innecesarios. Si tuvieran mecanismos destinados a comprobar la seguridad de los fármacos que seleccionan, por ejemplo, por una vigilancia intensiva de los primeros 1.000 o 10.000 pacientes tratados y si decidieran en consecuencia, se evitarían muchos EAM innecesarios. Si se constituyeran en observatorio permanente y crítico de los patrones de prescripción y consumo de medicamentos, se evitarían muchos EAM. Si los médicos prescriptores recibieran información y formación no suministradas por las compañías farmacéuticas o personas interpuestas, se evitarían muchos EAM innecesarios. Si se evitaran los conflictos de intereses con compañías farmacéuticas entre los profesionales y los gestores de los sistemas sanitarios, se evitarían muchos EAM. Además, estas actuaciones y otras ayudarían a optimizar los tratamientos necesarios, y multiplicarían su efectividad. No veo otras vías para evitar la paradoja de que el sistema sanitario se convierta —si no lo es ya— en uno de los principales causantes de enfermedad”
Tenemos un problema grave que no es solo una cuestión de mejor ciencia o más control por parte de la administración. Es un problema, en su origen, cultural. En mi opinión, una especia de respuesta tecnologizada, socialmente deseada, al universal miedo a la muerte:
“Para el conjunto del sistema sanitario y para la sociedad, el consumo de fármacos simboliza el deseo y la capacidad de modificar el curso «natural» de las enfermedades. Los temores y las incertidumbres alientan el pensamiento mágico. Medicamentos y vacunas son un símbolo de esperanza ante el miedo y la incertidumbre y, a menudo, son objeto de ritos de falsa prevención o falso tratamiento de problemas inexistentes o infrecuentes. De manera más general, son objeto del ritual de confianza ciega en el progreso y la ciencia. Pero más allá de sus efectos beneficiosos y adversos, el consumo de medicamentos es una característica cultural: es un reflejo de las esperanzas que la sociedad deposita en la capacidad de la medicina para preservar la salud y para curar o aliviar la enfermedad, y de manera más general también es reflejo de lo que cada sociedad entiende como salud o como enfermedad”.
Un libro, en definitiva, necesario y riguroso pero también entretenido y saludable. Saludable porque puede cambiar la relación entre pacientes y sus fármacos de manera que tengan una visión más equilibrada de su utilidad. Escrito, como ha sido, por un científico y académico que ha dedicado toda su vida al medicamento, que ama, por tanto, la farmacología, tiene especial relevancia como testimonio que no deja de ser el de un fracaso. El abuso en el uso de los medicamentos en nuestro sistema sanitario no es algo irremediable. Leer al profesor Joan Ramon Laporte es una de esas pocas señales de esperanza que todavía nos quedan.
El próximo miércoles día 4 de diciembre, en el Centro Cultural Puertas de Castilla de la ciudad de Murcia, tendremos la oportunidad de conversar largo y tendido con el autor. Para no perdérselo.
Abel Novoa es médico de familia y presidente de la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de la Región de Murcia